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Desde el colapso del bloque comunista, los imperios, que la historia parecía haber enterrado, han vuelto en primer plano: la pretensión de un imperio ruso ha resurgido de las cenizas de la URSS, mientras que Estados Unidos, a falta de un adversario a su altura, reafirmó su deseo de dominación universal con la invasión de Kuwait en 1990[1]. Desde entonces, sin embargo, la supremacía de los Estados Unidos no ha dejado de verse desafiada por otras potencias que aspiran a crear un mundo multipolar.
La Península Ibérica no queda fuera de la cuestión imperial, tanto respecto a su historia como de la actualidad. También es importante tener en cuenta el poder de algunas de las antiguas colonias (como Brasil, miembro de los BRICS), lo que obliga a abandonar la perspectiva binaria de metrópolis y antiguas colonias.
España, potencia media a finales del siglo XX, se convirtió a principios de la década de 2000 en el segundo inversor en sus antiguas posesiones americanas, por detrás de Estados Unidos, que se hizo con su última colonia en 1898. Portugal, por su parte, intenta mantener vínculos tanto culturales como, sobre todo, económicos y políticos dentro de la estructura de los Países Africanos de Lengua Oficial Portuguesa (PALOP), últimos vestigios de su caído imperio.
El imperio estructura tanto la historia de la península como la de las potencias ibéricas. Al haber sido parte integrante de los imperios romano y omeya, fue en muchos sentidos un imperio: porque Alfonso VI, en pleno apogeo del Reino de León, quiso situarse por encima de los demás reinos de la Reconquista, y se llamó a sí mismo «Emperador sobre todas las naciones de España»; porque a partir de 1516 formó parte de los territorios del Imperio de Carlos V, y luego, en 1580, pasó a formar parte de Portugal y de sus posesiones coloniales; porque fue el centro de una inmensa área discontinua unida por la religión católica y la lengua castellana, «compañera del imperio» en palabras del gramático Antonio de Nebrija, siguiendo una lógica de dominación de las demás lenguas peninsulares. Un imperio cuya base metropolitana, firmemente establecida por Isabel la Católica a pesar de su carácter compuesto, se debilitó posteriormente hasta el desastre de la pérdida de Cuba y Filipinas en 1898. Por último, el Imperio portugués, cuyos primeros cimientos se pusieron en 1415 con la conquista de Ceuta, y cuya apropiación y explotación de los territorios de la ruta hacia la India fue en aumento hasta el inicio del proceso de descolonización que comenzó a partir del 25 de abril de 1974.
El espacio ibérico ha estado, pues, profundamente marcado por la desaparición de imperios, aunque se diera en épocas diferentes. El hundimiento de los imperios coloniales español y portugués puso de manifiesto hasta qué punto la propia constitución de la nación en España y Portugal dependía de sus posesiones extrametropolitanas. Obligó a las dos potencias a volver a centrarse en Europa, lo que en España tomó la forma de una política colbertista hasta en pleno franquismo, coronada por un éxito desigual pero real. Mientras que la España de Juan Carlos mantuvo su deseo de conservar los vínculos con las antiguas colonias, el Portugal democrático se caracterizó por un olvido casi instantáneo de la existencia del imperio, aunque algunos no se resolvieran a la pérdida de una proyección imperial.
En el caso de España, el discurso político del siglo XX revela que sus dirigentes nunca dejaron de querer recuperar la influencia sobre los territorios perdidos, primero culturalmente por falta de medios y capital[2], luego económicamente al aumentar su riqueza[3]. El franquismo se guiaba por el deseo de revivir el glorioso imperio, tanto sobre todas las « naciones » de España, como frente a los nuevos infieles llamados «rojos», como sobre el mundo, mediante la difusión de la cultura española y la religión católica, resumida en la expresión de Falange «comunidad de destino en lo universal». Pero el deseo de revivir el imperio adoptó otras formas que la Hispanidad franquista. En primer lugar, coincidió con su hundimiento definitivo, ya que la idea de la raza, comunidad cultural, espiritual y religiosa, venía desarrollándose desde finales del siglo XIX. En segundo lugar, sobrevivió, en forma de «poder blando», aligerado de su componente religioso, visible en los discursos reales de la democracia. Pero el asunto es complejo en dos aspectos: hay que tener en cuenta el desarrollo de esta idea de raza en América, donde fue ampliamente promovida a principios del siglo XX[4]. También hay que tener en cuenta la promoción de la idea de imperio en Cataluña, y no sólo en el centro de Madrid[5].
Además, desde 1898, el deseo de resurgimiento se ha topado con la formación de grandes potencias regionales entre estas antiguas colonias independientes, como Brasil y México, y con el uso político cada vez mayor del legado de los imperios prehispánicos, en particular los incas y los aztecas.
En el caso de Portugal, el Imperio ocupó un lugar central en el pensamiento y la atención intelectual de las sucesivas potencias portuguesas de los siglos XIX y XX. El apego visceral a la cuestión imperial muestra un país traumatizado por la pérdida de Brasil (1822-1825) y que hizo todo lo posible para que la historia no se repitiera. Así, las últimas décadas de la Monarquía estuvieron marcadas por las tensiones imperiales europeas en Asia y sobre todo en África, como cuando el Ultimátum de 1890 estuvo a punto de hacer tambalear la vieja alianza con la corona británica. Del mismo modo, durante el corto periodo republicano, y más aún durante la dictadura entre 1926 y 1974, la cuestión imperial estructuró el pensamiento de los gobernantes, hasta el punto de arrastrar a la metrópoli a la espiral de la guerra colonial, que fue también el principal factor de caída del régimen autoritario portugués. Celebrado sobre todo en 1940 y 1960, el Imperio fue un pilar del régimen y el símbolo de un Portugal que no pretendía limitarse sólo a la península Ibérica[6]. Por ejemplo, el lusotropicalismo de Gilberto Freyre fue utilizado por las autoridades para caracterizar el excepcionalismo colonial de Portugal y defender en la escena internacional una forma singular de construir un imperio, presentada como exenta de violencia y promotora del mestizaje[7]. La ceguera ante los desafíos del siglo llevó al Presidente del Consejo, António de Oliveira Salazar, a defender la política colonial del país «orgullosamente solo», a pesar de la inexorable lucha por la independencia de los países africanos.
La atención se centra aquí en la relectura de los imperios español y portugués en el contexto de la competencia entre potencias que aspiran a la dominación universal (Estados Unidos, Europa, China, la Umma, etc.).

NOTAS

[1] Así lo señalan Alexander J. Motyl en Imperial Ends. The decay, collapse, and revival of Empires (Nueva York, Columbia University Press, 2001) y Herfried Munkler en Empires. The logic of world domination from Ancient Rome to the United States (Cambridge, Polity, 2007). El primero hace hincapié en el resurgimiento del imperio ruso, mientras que el segundo subraya la vocación imperial de Estados Unidos y Europa como contrapeso [2].
[2] Así fue el «imperio de papel» descrito por Lorenzo Delgado en su libro homónimo (Imperio de papel, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1992).
[3] El mismo autor, en su obra anterior, Diplomacia franquista y política cultural hacia Iberoamérica, 1939-1953 (Madrid, CSIC, 1988), cita las palabras del diplomático Alfredo Sánchez Bella, comparando las relaciones culturales con las antiguas colonias a un compromiso, que se concretaría en lazos económicos.
[4] David Marcilhacy, Raza hispana. Hispanoamérica y lo imaginario nacional en la España de la Restauración, Madrid, Centro de Estudios políticos y constitucionales, 2010.
[5] Enric Ucelay da Cal ha escrito una obra exhaustiva sobre el componente catalán del discurso imperial, rebatiendo la opinión generalizada de que era exclusivamente castellano (El imperialismo catalán, Barcelona, Edhasa, 2003). Debido a la falta de poder marítimo, la Corona de Aragón, de la que formaba parte Cataluña, no pudo establecer su imperio mediterráneo en el siglo XIV [6].
[6] Véase, por ejemplo, el lugar del imperio en História de Portugal editada por Damião Peres (Damião Peres, ed.), História de Portugal, Barcelos, Edição Portucalense, 1928 a 1935, 7 volúmenes), obra monumental escrita a finales de los años veinte y treinta, pero también una obra colectiva centrada en el imperio y publicada en el marco de las conmemoraciones de 1940 (António Baião, Hernâni Cidade, Manuel Múrias (dir.), História da Expansão Portuguesa no Mundo, Lisboa, Editorial Ática, 1937-1940, 3 volúmenes).
[7] Cláudia Castelo, «O modo português de estar no mundo». O Lusotropicalismo e a Ideologia colonial portuguesa (1933-1961), Oporto, Afrontamento, 1999.

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